Llevaba muchos días llorando cuando
escuché el timbre del ordenador.
Corrí…, rodé, mejor dicho, hasta mi
portátil y solté un grito de alegría al ver la señal verde que indicaba que me
habían contactado.
Hacía poco que había tomado la
decisión de inscribirme en una página web para citas. Sólo por probar, me dije
en ese momento. Pero debo admitir que, en cuanto empecé a hablar con ese
hombre, se convirtió en mi pequeña adicción diaria.
Todos los días me paraba delante del
portátil, hablando con ese hombre que me había aceptado en esa web y nos
contábamos la vida. Volvía a ser mi pequeño rincón de felicidad. De esa
felicidad que me costaba recuperar tras el accidente.
Se me paró el corazón cuando me pidió
una foto. Y yo, temblorosa, le mandé una foto de hacía unos meses. Él me mandó
otra en la que, admito, salía perfecto. Hasta con un perro. ¿Se podía tener
mejor suerte?
Sin embargo, llegó el gran día en que
me pidió quedar en persona para conocernos. Propuso fecha y lugar de encuentro. Y
yo lloré. Lloré mucho.
No le respondí. Apagué el portátil y me fui a mi habitación, donde me
encerré. Estuve ahí, en la oscuridad, horas y horas, hasta que llamé a mi
madre.
Le conté toda la situación. Mis miedos. Mis dificultades.
Y ella me respondió con un <<Adelante, Emma, tú puedes>>.
Así que me armé de valor, encendí de nuevo el portátil y le dije a ese
hombre que acudiría a la cita.
Ya en cuanto estuve frente a la puerta del restaurante me sentí intimidada.
A través del cristal vi mucha gente bien vestida, comiendo y riendo. Vi una
mesa en la que estaba el hombre con el que había quedado, con la barbilla
apoyada en la palma de la mano, y mirando al frente. Me estaba esperando.
Cogí el móvil y le mandé un mensaje para decirle que estaba en la puerta
del local. Vi cómo reaccionaba al zumbido de su móvil, lo cogía como si fuera
su tesoro más preciado, leía el mensaje y miraba hacia mi dirección,
buscándome. O, mejor dicho, buscando a la Emma de hacía unos meses.
Porque entonces fue cuando ladeó la
cabeza y frunció el ceño. Se levantó de la mesa y fue en mi dirección. Abrió la
puerta del restaurante y me miró.
̶ ¿Emma…?
Los ojos se me inundaron de lágrimas
al reconocer esa mirada en todas las demás que me habían rechazado. Al fin y al
cabo, ¿quién se imaginaba que había quedado con una mujer que va en silla de
ruedas?
Antes de darme la vuelta y conteniendo
mis lágrimas, dije:
̶ Lo siento, ya me voy.
Me di la vuelta para marcharme, pero
él rodeó mi silla y me impidió el paso.
̶ ¡No, no te vayas! Sólo que… no
imaginaba que fueras en silla de ruedas. La foto que me pasaste… no se te veía
así.
No pude contener mis lágrimas por más
tiempo, que cayeron en cascada. Yo sonreí y aparté la mirada.
̶ Lo sé…, es una foto anterior al
accidente que me dejó así.
El hombre me sonrió. Una sonrisa
dulce. Quizá la más dulce que me había regalado un hombre desde que voy en
silla de ruedas. Entonces me cogió la mano y me la besó.
̶ Bueno, pues, yo estoy
igualmente encantado de conocerte por fin en persona.
Me abrió la puerta para que pudiera
pasar sin problemas. Y fuimos a cenar.
Fue una velada fantástica. Los dos
sentados uno frente al otro, como el resto de la gente. Nadie me miró extraño.
Yo era una mujer más que había ido allí a cenar con un hombre. Y ese hombre
parecía encantado de haberme conocido.
Sin prejuicios ni rechazos.
Esa noche llamé a mi madre y le dije
que había conocido a un hombre. Que valía la pena y me había pedido volver a
quedar.
Y ella sólo dijo <<Muy bien, Emma,
muy bien>>.
Miré la urna que estaba encima de la
encimera. Recordé el accidente que me había dejado en silla de ruedas. El
accidente que se había llevado a mi madre.
Al final sí podría superarlo.
<<Gracias, mamá>>.
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