Lleva tres semanas encerrada.
Huelo su miedo. Su odio. Sus ansias de vivir.
Cuando la encontré zigzagueando por aquel viejo
camino de tierra, ataviada con un vestido de fiesta medio descolocado y un solo
zapato de tacón no pude evitar detener mi coche e invitarla a subir.
Recuerdo sus risitas en el asiento del copiloto.
No se mantenía en pie. Se durmió apoyada contra la ventanilla.
Justo en ese momento, observando su piel tersa,
sus labios rojizos y sus ojos pintados con una gruesa ralla negra. Aquel
moratón violáceo en su cuello que denotaba que una boca ajena había estado ahí
antes…
Algo en mi mente se torció en ese momento.
Unos pensamientos impuros aparecieron en mi mente.
Soñaba en coger ese cuerpo menudo y moverlo a mi voluntad. Poner mi boca en ese
cuello ya degustado e ir bajando hasta poseerla.
Mi coche cambió de rumbo.
En vez de conducir a esa chica a la ciudad, a la
vaga dirección que me había dado, entré en un pueblecito con el que estaba
familiarizado. Llegué hasta esa casa. La casa.
Aunque volvía pocas veces, seguía en pie.
Cogí a esa chica en brazos y la entré por esa
puerta corroída por el tiempo. La llevé hasta el salón. La dejé en el suelo
mientras abría la trampilla que llevaba al sótano.
El sótano.
Ahí es donde mi madre me castigaba cuando era
pequeño. Me azotaba con un látigo y satisfacía sus deseos impuros conmigo.
Decía que era la única forma de redimirme de mis pecados.
Até a esa chica de manos y pies. Pegué una cinta
adhesiva en su boca.
Cuando despertó, lloró, suplicó, intentó negociar,
ofreció todos sus ahorros a cambio de su liberación. Ella se veía a sí misma
como rehén. Yo veía a un ser débil y cándido doblegado a mi voluntad.
Lleva tres semanas encerrada.
Ha dejado de gritar, de suplicar, de llorar. Su
cara magullada y demacrada, sus ojos cansados y su pose denotan su rendición.
Se limita a notar cómo pasa el tiempo sin que pase nada que la pueda ayudar lo
más mínimamente.
En estas tres semanas he visto carteles pidiendo
su rescate. Julia. Así se llama. Sus padres están muy preocupados. Sus amigos
se sienten culpables por haberla dejado sola tras la fiesta.
Se han realizado partidas de búsqueda y
vigilancia. La están buscando por toda la ciudad y los alrededores.
Pero no la encontrarán.
Ellos no saben dónde está.
Y nunca se imaginarán que he sido yo.
Como cada mañana, salgo de mi casa de la ciudad y
voy al pueblo. A la casita familiar a ver cómo está mi querida Julia. Tras
darle de comer y resoplar al notar su indiferencia, salgo del pueblo y me
dirijo de nuevo a la ciudad. A mi trabajo.
Debo mantener la compostura para que pueda seguir
unos años más con mi propio animal de compañía.
Tras entrar en el trabajo, veo un tablón de
anuncios, donde los pocos carteles que hay muestran la cara de Julia.
Disimulo mi sonrisa cuando se acerca una mujer
sollozando. La miro seriamente, como es propio de mi oficio.
-Inspector…, ¿hay alguna noticia de mi niña?
Me ajusto la placa, aferrándome a ella como si
fuera mi disfraz.
-Lo lamento, señora. La partida de búsqueda sigue
sin encontrar ningún rastro de Julia.
La mujer se tapa la boca con la mano.
-Gracias…, estaré atenta por si hay novedades.
Miro el andar irregular de esa mujer. Cojeando de
un pie, zigzagueando. Es la viva imagen de su hija en la noche en la que la
rapté.
Una lástima que no la vuelva a ver.
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